Sensibilidad y empatía vs. sinsentido


La vida tiene sentido. El sentido de la vida es crear diversidad, una diversidad inabarcable, casi infinita, y maravillosa de organismos, de especies, de individuos irrepetibles... 

La vida es belleza, toda esa belleza que ha vestido a nuestro planeta a lo largo de millones de años. 

La vida es simbiosis. «Hemos nacido para vivir en común; nuestra sociedad es una bóveda de piedras trabadas que caerían si no se sostuviesen mutuamente» le escribió Séneca a Lucilio veinte siglos atrás [1], pero lo cierto es que esta bóveda sigue en construcción, y mientras unos se dejan la piel en esta obra colosal e interminable, otros se dedican a resquebrajarla y a lanzar al abismo las piedras más débiles. 

Lo que no tiene sentido es el (sub)mundo forjado por los humanos a golpe de ideologías, para satisfacer los delirios de quienes padecen graves trastornos mentales como la codicia [2], la egolatría combinada con la adicción al poder [3], y la ausencia absoluta de empatía que a menudo degenera en crueldad. 

Cuando nos preguntamos por el sentido de la vida, en realidad estamos intentando entender cómo puede encajar nuestra existencia en este sinsentido que ha producido y sigue produciendo tanto sufrimiento y muerte a nuestro alrededor.  


Después de varios milenios de civilización, todavía no hemos sido capaces de crear y aplicar filtros para impedir que psicópatas [4] más o menos peligrosos alcancen cargos de responsabilidad y de poder en gobiernos, en instituciones religiosas, en corporaciones de dimensiones monstruosas, en empresas, pero también en entidades con fines sociales tan delicados como el cuidado de personas vulnerables o la educación. Solo así se pueden interpretar y explicar, de alguna manera, los fracasos colectivos de la Humanidad, empezando por la explotación desenfrenada y obscena de otras especies, que supera con creces nuestras necesidades vitales, y nuestro concepto demencial de «progreso», que destruye ecosistemas, provoca la extinción de numerosas formas de vida y compromete la supervivencia de nuestra especie, y siguiendo con un sinfín de lacras que somos incapaces de erradicar: las guerras, la fabricación y el tráfico de armas, la esclavitud de facto, el abuso infantil, la especulación con bienes de primera necesidad que provoca hambre y miseria... 

El sinsentido nos acecha en todos los aspectos de la vida. La única opción para enderezar el rumbo de la Humanidad y encontrar una vía de progreso auténtico pasa por cultivar la sensibilidad, la empatía y el espíritu crítico.  

«Una educación de la sensibilidad es, ahora más que nunca, indispensable.» escribe Chantal Maillard, «La política no la hacen los partidos ni las agrupaciones, sino los individuos. Y si quienes gobiernan ―formen éstos parte del demos o de aquellos que detentan el poder económico o el poder a secas― no han aprendido a conocerse, mal podrán gobernar. Para gobernar es preciso saber qué somos o qué estamos siendo más allá de nuestro personaje. Toda moral bien construida requiere de un fundamento extra-moral y este tiene que ver con el conocimiento de uno mismo, algo que tan sólo puede iniciarse con la observación de la propia mente.» [5]

Todas las esperanzas se depositan en la educación, sin embargo, el sistema educativo está infestado por un burocratismo feroz, que vampiriza el tiempo y las energías de los docentes, generando un clima tóxico [6] que, a su vez, oscurece un campo que debería ser luminoso e iluminador. 


El sinsentido produce eclipses

Todavía hoy, cuando leo o escucho la palabra «eclipse», lo primero que me viene a la mente es una secuencia de imágenes creadas por Hergé para El Templo del Sol: Tintín dirigiéndose al dios Pachacámac; el Inca, los sacerdotes y el capitán Haddock, estupefactos; los súbditos del Inca, víctimas del pánico; mientras el profesor Tornasol disfruta con la puesta en escena, porque ha malentendido que están participando en el rodaje de una película. 

Los momentos de oscuridad que salpican nuestra vida y nos zarandean, los percibimos a veces como nubarrones, al ser conscientes de que tarde o temprano desaparecerán de nuestro campo de visión. En otras ocasiones, esa oscuridad es más opaca, nos envuelve como en un eclipse, nos desconcierta y llega a desesperarnos. El grado de ofuscación es tal que no alcanzamos a vislumbrar cómo y cuándo la luz nos rescatará de ese tiempo sombrío que parece irreversible, y que puede prolongarse durante días, semanas, o incluso meses, con algunas pausas para sacar la cabeza fuera de las tinieblas y respirar. El cuerpo empieza a quejarse, a somatizar la negrura en el estómago, a provocar vértigos, dolores punzantes, a alterar la presión arterial... La compañía y la comprensión de los seres queridos más cercanos es esencial, pero es francamente difícil salir de la oscuridad sin la ayuda de profesionales, empezando por el apoyo ―y la protección― del médico de familia. A pesar de haber identificado y acotado el trance, la sombra se ralentiza, no acaba de apartarse... 

Quién pudiera contemplar los eclipses con el gracejo del profesor Tornasol. 


«En nuestras heridas, reside la curación. 
Esas heridas son puertas por donde entra la Conciencia.»
Alejandro Jodorowsky


🌱 He tomado prestadas imágenes creadas por Jessica Woulfe, Hergé y René Merino, respectivamente. 


N o t a s

[1] «Habeamus in commune; nati sumus. Societas nostra lapidum fornicationi simillima est, quae casura, nisi in vicem obstarent, hoc ipso sustinetur» en su Epístola XCV (Epistulae Morales ad Lucilium). Lucio Anneo Séneca. Epístolas morales. Trad. Francisco Navarro y Calvo. Madrid, 1884.

[2] «... no resistí la tentación de considerar que la codicia es una enfermedad mental, o sea, una enfermedad del cerebro. ¿Cómo si no?, alcancé a preguntarme. No resulta fácil entender el sentimiento que alberga la codicia, meterse en la piel del codicioso. ¿Por qué gente que ya es muy rica quiere o ha querido más y más? ¿Por qué siguen acumulando riqueza si ya tienen de sobra todo lo que necesitan para vivir bien? ¿Acaso están enfermos? (...) Algunos experimentos de la neurociencia han mostrado que cuanto más codiciosa es una persona menos capacidad tiene la corteza prefrontal de su cerebro, que es la implicada en el razonamiento, para disminuir la gratificación de ganar más dinero inhibiendo la actividad de las neuronas del estriado ventral, implicado en esa gratificación. El cerebro del codicioso podría funcionar entonces de manera diferente al de las personas que no lo son. Otros estudios han sugerido que, como los codiciosos tienden además a apostar alto para maximizar sus ganancias, podrían padecer una perturbación mental que anula su capacidad para percibir el riesgo o para ver las necesidades de los demás. El investigador norteamericano Mark Goldstein y otros colegas han sugerido que la codicia, la impulsividad y la pérdida de visión de futuro que originaron la crisis financiera que, parecida a la de 1929, tuvo lugar en los Estados Unidos entre 2007 y 2010, bien reflejada en la excelente película Margin call, podrían haber sido causadas, al menos en parte, por los bajos niveles de colesterol cerebral de muchos trabajadores del mundo financiero norteamericano, consumidores habituales de estatinas, unos fármacos que disminuyen los niveles de colesterol en sangre. La razón es que el colesterol es necesario para regular la serotonina cerebral, una sustancia que estabiliza las funciones mentales»Ignacio Morgado Bernal

[3] Acerca del Síndrome de Hybris o Hubris, este artículo publicado en ethic.

[4] «¿Por qué representa un motivo de alarma sobre todo ese 1 por ciento? Por dos razones. La primera es su potencial destructivo directo: cuando ostentan poder financiero o político, pueden hacer un daño inmenso a la sociedad, y de hecho en este recorrer del siglo XXI hemos recogido pruebas concluyentes acerca de ese efecto nocivo. Dicho esto, tampoco podemos despreciar el daño que pueden ocasionar en el transcurso de una vida más ordinaria, particularmente a su familia (sin que sea necesario que exhiban violencia física), o en el ejercicio de su profesión, lo que es más cierto en aquellas actividades que tienen influencia sobre el carácter y la vida de muchos, como son los profesores, jueces, militares, médicos, sacerdotes, psicólogos, influencers, etc.» Vicente Garrido; El psicópata integrado en la familia, la empresa y la política, Editorial Ariel, 2024.

[5] La razón estética, Galaxia Guttenberg, 2021.

[6] A menudo, el burocratismo alienta el acoso laboral y llega a amparar a los maltratadores. «Nunca he visto lo que he estado viendo en estos últimos años. Jamás. La mezquindad que hay en algunos sectores de la actividad me sorprende día a día. Creo que voy a llegar al límite, por las maneras en las que algunas personas se comportan respecto a otras. Y duele. Jamás había visto tanta mezquindad. Antes, los empresarios se avergonzaban. Actualmente no existe ni siquiera ese pudor.» dice Fermín Yébenes, portavoz de la Unión Progresista de Inspectores de Trabajo.

«Unida en la diversidad»

... es el lema de la Unión Europea y, también, el mensaje esculpido en luz en la cella del Pantheon, concebido por el César Hadriano para explicar que Roma abrazaba una diversidad extraordinaria de pueblos e imaginarios, que él mismo había podido conocer de primera mano en sus viajes a lo largo y ancho de su Imperio. 

«El Cosmos es mi país, la Tierra es mi casa, mi nacionalidad es la naturaleza, y el amor, mi religión. Todos somos interdependientes y, por lo tanto, todo nuestro sufrimiento es mutuo, no hay separación. La unidad y la diversidad bailan juntas.» dice el pensador Satish Kumar. La genuina diversidad, que debemos respetar y proteger porque en ella nos va la vida, es producto de la naturaleza, que nos hace a todos únicos e irrepetibles, cada cual con su propia personalidad, su forma de observar y contemplar el mundo, sus anhelos, opiniones y ocupaciones, con su manera de sentir y de amar. 


Ets llum de Nadal quan il·lumines amb la teva vida el camí dels altres 
amb la bondat, la paciència, l’alegria i la generositat.*

Vesel Božič · Merry Christmas · Buon Natale · Bon Nadal · Feliz Navidad

*Text d’autor desconegut.

El arte de contar historias

Impartí mi primera clase en una tarde de diciembre de hace veintiocho años, los mismos que tenía en aquel entonces. El profesor Joan Bassegoda me confió su público, formado por mis compañeros de doctorado y unos cuantos invitados que acudían curso tras curso a sus lecciones magistrales, en la sala de conferencias del Palacio Real Mayor de Barcelona. Improvisé mi disertación con una selección de diapositivas que había tomado en Herculaneum unos meses atrás y les hablé de arquitectura romana, mientras me contaba a mí mismo mis primeros pasos en mi propio proyecto de investigación.

Ya en este siglo, cuando andaba yo enfrascado en los flecos de mi tesis, el Dr. Jaume Aymar me invitó a dar clases en la licenciatura de Humanidades que ofrecía la Facultad de Filosofía de la Universidad Ramon Llull. La metodología que adquirí durante mi doctorado me sirvió para sumergirme en otras épocas y en otros lenguajes artísticos. Me hice con el oficio de profesor preparando asignaturas, deshaciéndome de prejuicios y barreras mentales, combinando e incorporando puntos de vista diversos para contemplar el pasado… intentando acercarme a ese misterio que somos los humanos. Me asaltaron y me siguen asaltando muchas preguntas nuevas para las que sigo buscando respuestas.

Mi perspectiva como profesor cambió de forma radical al trabajar en un instituto de secundaria público. De mis alumnos adolescentes aprendí mucho; de sus preguntas, sugerencias, interpretaciones, opiniones y chanzas, a menudo sorprendentes e incluso demoledoras. Me hicieron aterrizar en su tiempo y abrir mucho más mi campo de visión. 

Aquella etapa vital tan enriquecedora como entrañable se interrumpió abruptamente por una de esas decisiones arbitrarias que genera el burocratismo. En los años siguientes, mi precariedad laboral se repartió entre el ámbito universitario, un centro privado de formación profesional, y el centro cívico en el que llevo una década impartiendo cursos y haciendo amigos. 

Al regresar a la educación secundaria me he encontrado otra generación, muy distinta de la que había dejado once años atrás, desconcertante. Tras tantos años y tantas horas diarias sometidos al estrés adictivo de sus pantallas portátiles, a la mayoría de los adolescentes de hoy les supone un esfuerzo descomunal centrar su atención en las palabras de un profesor o en la lectura de un texto. 

Como profesor de historia no me siento muy lejos de los contadores de historias de siglos o milenios atrás, los mismos que crearon mitos o los transmitieron de generación en generación, para fijar la esencia de los acontecimientos transcendentales de un pasado que se iba a desdibujar y a olvidar con el tiempo. 

La capacidad de escuchar y de leer con atención, para procesar información, reflexionar, construir conocimientos y poder recordarlos, utilizarlos y establecer nuevas relaciones entre estos, ha sido fundamental para la evolución de la Humanidad. En las circunstancias actuales, me pregunto si el arte de contar historias tiene algún futuro, mientras nos estrujamos el cerebro para diseñar actividades educativas que encajen en la palabrería del pedagogismo imperante y, de paso, consigan robar un poquito del interés que las últimas generaciones consagran a las distracciones digitales.

Work in progress...


En la imagen, un profesor junto a sus alumnos, representados en un relieve funerario romano (siglo II) encontrado cerca de Tréveris y conservado en el Rheinisches Landesmuseum Trier.