Alta sensibilidad

Este verano hará dos años que volvimos juntos a Praga. Quería alojarme de nuevo en un edificio histórico y, esta vez, encontré una habitación coqueta y luminosa en Mala Strana, tras un pequeño jardín vertical que su propietaria cultiva con mimo bajo la galería que se abre a un patio interior. 

La primera tarde dejé a Iztok trabajando, me lancé por una escalera de caracol, y me sumergí en un dédalo que llevo impreso en mi corazón, para encaminarme hacia mi lugar favorito de Praga. 

Al llegar al mismo banco que había descubierto cuatro años atrás, me acomodé, me ajusté los auriculares del mp3 y me entregué en cuerpo y alma a la contemplación del panorama maravilloso que acaparaba mi ángulo de visión. Mientras escuchaba la banda sonora de Yentl, mis lagrimales se abrieron de par en par... ¡Cuánta emoción! ¡Cuánta felicidad!

Sin embargo, la alta sensibilidad es un arma de doble filo. Por la intensidad de emociones embriagadoras, ante la belleza de la naturaleza o del arte, por ejemplo, o también por transmitir genuina pasión por una profesión vocacional que parece otorgar algo de sentido a tu vida, el precio que hay que pagar puede llegar a ser devastador. 

¿La belleza cura? Sí, creo que sí. A veces la belleza puede curar o, por lo menos, generar momentos de intensa felicidad, y en situaciones dolorosas podemos echar mano de esos recuerdos, evocarlos y revivirlos para que actúen como medicamentos naturales que proporcionen alivio. Una tregua en medio de las batallas que se libran en el cerebro.