#SirWalterScott250

En medio del grandioso espacio escenográfico que separa y, a la vez, articula y une las ciudades vieja y nueva de Edimburgo, se erige una aguja neogótica de 61 metros de altura, como una torre solitaria de una catedral a la que hubieran despojado de sus naves. Este monumento impresionante fue levantado para honrar y recordar a Sir Walter Scott, nacido en Edimburgo el 15 de agosto de 1771. Scott creó la mejor imagen de Escocia, la más sugestiva, la que atrae y seduce a espíritus románticos de todas partes -que todavía los hay- desde la Era Victoriana. 

Hasta entonces, no existía un monumento de tales dimensiones dedicado a un literato, ni en el Reino Unido ni en ningún otro país. No debe ser casualidad que la Columna de Nelson en Londres y el Monumento a Sir Walter Scott fueran proyectados y construidos en los mismos años (1840). En Edimburgo, a Lord Nelson le edificaron un monumento mucho antes (entre 1807 y 1816), concebido como la torre de un castillo que domina la ciudad desde la cima de Calton Hill. La Columna de Nelson erigida en Trafalgar Square, que iba a ser el nuevo centro de la metrópoli imperial en ciernes, extramuros de Londinium y orientada hacia Westminster, todavía despunta sobre el perfil de Londres. El almirante Nelson perdió la vida en la batalla decisiva que hundió las expectativas bélicas de Bonaparte en el mar, pero fue Lord Wellington quien derrotó al tirano francés, sin embargo, los monumentos que ensalzan al vencedor de Waterloo son mucho más discretos. Quizá Lord Nelson mereciera tal monumento, más que por su sacrificio y sus habilidades como estratega, por haber hecho realidad el célebre estribillo de un poema escrito por James Thompson y convertido en canción por Thomas Arne en 1740: «Rule, Britannia! rule the waves». Nelson, Scott y sus respectivos monumentos tienen más que ver con su papel trascendental en la construcción del imaginario colectivo de los británicos, que iba a nutrir a su vez las identidades «nacionales» británica, inglesa y escocesa.

Scott fue un autor muy leído y valorado en su tiempo, y hasta bien entrado el siglo XX, pero mucho me temo que, actualmente, la mayoría de los visitantes de Edimburgo se preguntan sobre la identidad del personaje esculpido en mármol bajo esa torre catedralicia, antes de subir a lo alto para contemplar el mejor panorama de la ciudad. Para eso sirven, pues, los monumentos. Ni William Shakespeare ni Miguel de Cervantes tienen a su nombre monumentos espectaculares, pero tampoco los necesitan. Shakespeare es recordado por sus obras, que se siguen representando, y no solo en Inglaterra, y por los arquetipos a los que dio forma en ellas; mientras que el Quijote sigue siendo leído y, sobre todo, citado constantemente. Por otra parte, el puesto de poeta «nacional» en Escocia lo ocupa Robert Burns, que tampoco mereció un monumento comparable. ¿A quién honran los escoceses en Sir Walter Scott? ¿A uno de los máximos representantes del Romanticismo?

Debemos al Romanticismo el interés por recuperar la historia de ese largo periodo mal llamado «Edad Media» -condenado al olvido por el Siglo de las Luces-, la revalorización de incontables creaciones artísticas [1] entre las más sublimes de todos los tiempos -pero despreciadas por Winckelmann y los ideólogos del neoclasicismo-, y la invención del concepto de Patrimonio Cultural. Sin el Romanticismo, a nadie se le hubiera ocurrido conservar, restaurar, e incluso finalizar o reconstruir, catedrales y templos que amenazaban ruina a principios del siglo XIX, como Notre-Dame de París, ni preservar y mimar los centros históricos de las ciudades europeas, allí donde todavía resisten la presión todopoderosa de los especuladores inmobiliarios, los caprichos de los «divos» de la arquitectura contemporánea y la estupidez de los políticos [2]. Sin el romanticismo tampoco existiría la UNESCO.

Volviendo a Escocia, la élite intelectual y empresarial del Edimburgo de la segunda mitad del siglo XVIII -la generación anterior a Scott- se unió para reinventar su maltrecha ciudad levantando otra nueva, al otro lado del lago donde se dice que ahogaban a las supuestas «brujas» en tiempos no muy lejanos. La New Town iba a expresar los ideales de aquel Siglo de las Luces y los valores recuperados y convenientemente idealizados de nuestra época grecorromana, con su trama regular, sus amplias calles y plazas, sus numerosos jardines y una arquitectura neoclásica sobria y elegante. Más que un ensanche, esta nueva ciudad había de ser como una losa espléndida que sepultase para siempre un pasado turbulento que todos deseaban olvidar. En los dos siglos anteriores, a los conflictos endémicos entre los clanes de las Highlands, se añadió un sinfín de guerras civiles causadas por discrepancias sobre la organización de la Iglesia -calvinista- de Escocia y por los jacobitas, fieles a los Estuardo exiliados por su fidelidad a la Iglesia de Roma, pero también defensores a ultranza de una forma arcaica de entender el mundo y, por lo tanto, enemigos acérrimos del liberalismo incipiente, sobre el que, precisamente, teorizaría el escocés Adam Smith. Por no hablar de los episodios de histeria colectiva que hicieron de Escocia una de las regiones europeas con más víctimas perseguidas y condenadas por brujería.

En el momento en que la burguesía de Edimburgo y de otras ciudades escocesas estaba adoptando el gentilicio «North Britons» [3], Sir Walter Scott empezó a rescatar ese pasado histórico de Escocia, pero desde una óptica y bajo una reinterpretación propias de la literatura de ficción. Nada que ver con el análisis crítico que hoy en día esperamos de historiadores competentes y a salvo de intoxicaciones ideológicas. Tales acontecimientos dramáticos -nunca mejor dicho- junto con las leyendas y el folklore constituirían la base de su propia obra literaria, que muy pronto captó el interés de un amplio público en las Islas Británicas y en el resto de Europa.

Tras alcanzar la fama, Sir Walter Scott se propuso restaurar la vinculación de la Familia Real británica con el antiguo Reino de Escocia, después de una larga ausencia de los Reyes propiciada por las guerras jacobitas [4]. Organizó con sumo detalle, pompa, circunstancia y mucha imaginación el viaje oficial de Jorge IV a Escocia en 1822, después de buscar y encontrar las joyas de la Corona escocesa, ocultas durante 111 años en el Castillo de Edimburgo. No se había visto nunca nada igual. Jorge IV fue el primer Rey británico que vistió un kilt -confeccionado exprofeso para él siguiendo las indicaciones de Scott- y probablemente también el primer Rey de los escoceses que llevara encima un tejido de tartan. A partir de entonces, proliferaron los fabricantes de tartans, de kilts y de todos los accesorios necesarios para completar el denominado Highland Dress, convertido en la indumentaria «nacional» escocesa, hasta el día de hoy*.

Cuatro años después del fallecimiento de Sir Walter Scott, se convocó un concurso [5] para diseñar un monumento a su memoria, al que se presentaron proyectos muy diferentes -torres, obeliscos, templetes…- neogóticos y neoclásicos. George Meikle Kemp ganó el concurso usando como pseudónimo el nombre de un maestro de obras del siglo XV que había trabajado en la Abadía de Melrose; una anécdota muy simbólica, tan expresiva del poder evocador de las ruinas monásticas [6] en el imaginario romántico como del creciente interés por un tipo de arquitectura que, precisamente, había sucumbido a la furia iconoclasta de los primeros conversos a la fe calvinista. Una de las consecuencias de la Reforma en Escocia fue la destrucción de -¿casi todas?- las obras de arte de temática religiosa. 

La identificación del castillo como el tipo de edificio más representativo de la idiosincrasia escocesa creada por Sir Walter Scott, quizás tenga que ver con ese enorme vacío en el patrimonio artístico y cultural de Escocia, que en pleno siglo XIX se «disimuló» precipitadamente con millares de nuevos edificios neogóticos, neobaroniales [7] y alguno neorrománico: desde iglesias, catedrales, mansiones [8] y castillos hasta bloques de viviendas urbanas, colegios, universidades y sedes institucionales. Tal fiebre edilicia es también muy expresiva del poderío económico que las burguesías de Glasgow, Edimburgo, Aberdeen y Dundee habían adquirido a raíz de su total implicación en la «revolución industrial» y en la construcción del Imperio Británico. 

Cuando la Reina Victoria [9] y el Príncipe Alberto viajaron por primera vez a Escocia, en 1842, contemplaron sus paisajes a través de los ojos de Sir Walter Scott. Adquirieron un pedazo de la Escocia profunda y construyeron allí su propio castillo en estilo neobaronial. Las crónicas ilustradas de la prensa londinense sobre los veranos de la Familia Real en Balmoral, sus excursiones por aquellos parajes «dramáticos» y la visita de parientes [10] de toda Europa (hasta los Zares vinieron a Escocia) alimentaron el imaginario de la sociedad victoriana e impulsaron el desarrollo del sector turístico con un éxito que llega hasta nuestros días. La Familia Real británica sigue veraneando en el Castillo de Balmoral y, por lo tanto, realimentando la imagen de Escocia creada por Scott.

Sir Walter Scott [11] no pudo ser consciente de haber inventado la fórmula para convertir una demarcación feudal caduca en una «nación», y un gentilicio a punto de desaparecer en una identidad colectiva contagiosa. Ni tampoco es responsable de las consecuencias nefastas de su invento, cuando literatos de poca monta, pseudohistoriadores y algún filólogo despistado pretendieron reeditarlo en otros lugares de Europa, para seguir inventando «naciones», echando mano de la misma materia prima que utilizó Scott: la «dramatización» y mitificación de determinados episodios históricos, la sublimación de las peculiaridades idiomáticas, y la catalogación y reinvención de costumbres y tradiciones del ámbito rural para constituir el sacrosanto folklore «nacional». Algunas de esas «naciones» recién inventadas y «milenarias» al mismo tiempo, remakes imposibles de la magna obra de Scott, acabaron degenerando en engendros espeluznantes (y ahí lo dejo). 

N o t a s 

[1] Agrupadas en esos estilos absurdamente denominados «bizantino», «prerrománico», «románico» y «gótico».
[2] No es el caso de la City de Londres, por desgracia, ni el de la fachada marítima de Liverpool, que acaba de perder la calificación de Patrimonio de la Humanidad. En Edimburgo, las entidades defensoras del Patrimonio arquitectónico mantienen una lucha sin cuartel para proteger a su ciudad de la incompetencia de los políticos locales y de la voracidad de promotores sin escrúpulos, pero ya se han cometido unos cuantos disparates que comprometen el futuro de la doble calificación otorgada por la UNESCO.  
[3] OLIVER, N. (2009). A History of Scotland. London: Weidenfeld & Nicolson. P. 324.
[4] Carlos II había sido el último Rey en visitar Escocia, en 1651. 
[5] El costoso monumento a Scott fue sufragado por suscripción popular, tal como se suele hacer en Gran Bretaña con este tipo de iniciativas. Cinco bancos escoceses aportaron el capital inicial, al que pronto se sumaron las contribuciones del Rey Guillermo IV -hermano y sucesor de Jorge IV- y de banqueros de San Petersburgo (!)
[6] El cuerpo de Sir Walter Scott fue enterrado junto al de su esposa en las ruinas de la Abadía de Dryburgh.
[7] Estilo historicista inspirado en la versión escocesa del Renacimiento.
[8] Sir Walter Scott también se había hecho construir su propia mansión historicista, Abbotsford House, cerca de algunas evocadoras abadías en ruinas.  
[9] La Reina Victoria se inspiró en el Monumento a Sir Walter Scott para encargar uno que preservara en Londres la memoria de su consorte, el Príncipe Alberto, alma mater de la Gran Exposición de 1851 y acaso el más grande estadista que hubieran podido tener los británicos, con permiso de Sir Winston Churchill.
[10] La Princesa Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la Reina Victoria y del Príncipe Alberto, y futura Reina de España, nació en el Castillo de Balmoral en 1887.
[11] Stuart Kelly ha analizado en profundidad el papel de Scott como creador de la imagen de Escocia en su libro Scott-land: The Man Who Invented a Nation (2010), cuya lectura tengo pendiente. El título no puede ser más explícito.

F o t o g r a f í a s

1. Vista del Monumento a Scott y del centro de Edimburgo (c. 1930).
2. La estatua de Sir Walter Scott, esculpida en mármol por Sir John Steell, entre los pilares catedralicios de su monumento.
3. Detalle del friso pintado por William Hole en el atrio de la Scottish National Portrait Gallery. Sir Walter Scott aparece junto a otros escoceses ilustres de su tiempo, como el poeta Robert Burns o científicos brillantes como James Hutton -considerado el «padre» de la geología moderna- y el cirujano y anatomista John Hunter.
4. Retrato de Jorge IV pintado por Sir David Wilkie en 1829, por encargo del Rey, que puede contemplarse en el Palacio Real de Holyroodhouse. Royal Collection Trust © Her Majesty Queen Elizabeth II 
5. Bustos de Sir Walter Scott (Sir Francis Leggatt Chantrey) y de la Reina Victoria (Alexander y William Brodie) en el atrio de la Scottish National Portrait Gallery.

Todavía hoy, en la Europa del III milenio y en un mundo con desafíos globales, tratar de explicar de dónde salen tales identidades colectivas «nacionales» entre creyentes fervorosos y conversos al credo nacionalista es una tarea ingrata e inverosímil, como revelar a un niño que los Reyes Magos y Papá Noel son los padres. 

*Tal vez a algún lector de este bloc le divierta repasar esta lista de símbolos «nacionales» británicos.