El arte de contar historias

Impartí mi primera clase en una tarde de diciembre de hace veintiocho años, los mismos que tenía en aquel entonces. El profesor Joan Bassegoda me confió su público, formado por mis compañeros de doctorado y unos cuantos invitados que acudían curso tras curso a sus lecciones magistrales, en la sala de conferencias del Palacio Real Mayor de Barcelona. Improvisé mi disertación con una selección de diapositivas que había tomado en Herculaneum unos meses atrás y les hablé de arquitectura romana, mientras me contaba a mí mismo mis primeros pasos en mi propio proyecto de investigación.

Ya en este siglo, cuando andaba yo enfrascado en los flecos de mi tesis, el Dr. Jaume Aymar me invitó a dar clases en la licenciatura de Humanidades que ofrecía la Facultad de Filosofía de la Universidad Ramon Llull. La metodología que adquirí durante mi doctorado me sirvió para sumergirme en otras épocas y en otros lenguajes artísticos. Me hice con el oficio de profesor preparando asignaturas, deshaciéndome de prejuicios y barreras mentales, combinando e incorporando puntos de vista diversos para contemplar el pasado… intentando acercarme a ese misterio que somos los humanos. Me asaltaron y me siguen asaltando muchas preguntas nuevas para las que sigo buscando respuestas.

Mi perspectiva como profesor cambió de forma radical al trabajar en un instituto de secundaria público. De mis alumnos adolescentes aprendí mucho; de sus preguntas, sugerencias, interpretaciones, opiniones y chanzas, a menudo sorprendentes e incluso demoledoras. Me hicieron aterrizar en su tiempo y abrir mucho más mi campo de visión. 

Aquella etapa vital tan enriquecedora como entrañable se interrumpió abruptamente por una de esas decisiones arbitrarias que genera el burocratismo. En los años siguientes, mi precariedad laboral se repartió entre el ámbito universitario, un centro privado de formación profesional, y el centro cívico en el que llevo una década impartiendo cursos y haciendo amigos. 

Al regresar a la educación secundaria me he encontrado otra generación, muy distinta de la que había dejado 11 años atrás, desconcertante. Tras tantos años y tantas horas diarias sometidos al estrés adictivo de sus pantallas portátiles, a la mayoría de los adolescentes de hoy les supone un esfuerzo descomunal centrar su atención en las palabras de un profesor o en la lectura de un texto. 

Como profesor de historia no me siento muy lejos de los contadores de historias de siglos o milenios atrás, los mismos que crearon mitos o los transmitieron de generación en generación, para fijar la esencia de los acontecimientos transcendentales de un pasado que se iba a desdibujar y a olvidar con el tiempo. 

La capacidad de escuchar y de leer con atención, para procesar información, reflexionar, construir conocimientos y poder recordarlos, utilizarlos y establecer nuevas relaciones entre estos, ha sido fundamental para la evolución de la Humanidad. En las circunstancias actuales, me pregunto si el arte de contar historias tiene algún futuro, mientras nos estrujamos el cerebro para diseñar actividades educativas que encajen en la palabrería del pedagogismo imperante y, de paso, consigan robar un poquito del interés que las últimas generaciones consagran a las distracciones digitales.

Work in progress...


En la imagen, un profesor junto a sus alumnos, representados en un relieve funerario romano (siglo II) encontrado cerca de Tréveris y conservado en el Rheinisches Landesmuseum Trier.