A Clotilde

… la conocí en un aula. Ella en el papel de alumna y yo en el de profesor. Recuerdo muy bien el momento en el que conectamos, más allá de nuestros roles circunstanciales. Estábamos hablando del antiguo monaquismo británico, proyectando unas fotografías de la isla de Iona y de su antigua abadía, y Clotilde comentó que también había estado allí. Ambos percibimos que Iona era un lugar especial, que inspiraba la búsqueda de la trascendencia, la de aquellos monjes, pioneros del cristianismo -y de nuestra civilización- en la Caledonia del siglo VI. Luego se apuntó al viaje de estudios que organicé para el curso siguiente, con destino a Venecia y a Istria. 

Tuvimos más oportunidades de charlar, de intercambiar puntos de vista… Y nos fuimos citando de vez en cuando, normalmente en la puerta del recinto que acoge a mi facultad. Me llevaba a algún café cercano, y allí conversábamos largo y tendido, sin mirar el reloj, hasta que llegaba el momento en que debíamos despedirnos casi precipitadamente. Ya en la calle, a menudo la acompañaba un trecho para apurar un poco más el tiempo, y la dejaba al pie de su moto. 

Nuestra amistad se tejió en aquellas largas conversaciones, pasando de un tema a otro. De viajes, de lugares de ensueño, de historias, museos, exposiciones, libros... Y volvimos a viajar juntos, a Grecia y a Roma. Íbamos a ir a Sicilia.

Clotilde ha sido una auténtica viajera, aunque ella no se veía así. Viajera, que no turista, porque comprendía el viaje como una oportunidad única para aprender, acerca de la diversidad de formas de entender la vida, de expresarse, de cultivarse y de buscar respuestas a las grandes preguntas. Antes de emprender un viaje, buscaba libros para documentarse y novelas para «ambientarse» en aquellos lugares antes de visitarlos. La sed de conocimiento de Clotilde no tenía límites. Espiritualidad, literatura, arte, iconos, sufismo, jardines, Oriente, África...

Cuando nos citábamos, siempre me contaba la última «coincidencia» mágica que se había cruzado en su vida: un tema, un erudito, una conferencia o un curso, un libro, y la oportunidad de un viaje para profundizar en ese tema. Una ventana abierta a un panorama que desconocía hasta entonces. 

Hace un año, Clotilde emprendió ese último viaje que a todos nos aguarda algún día. Durante el mes de junio, había tenido la oportunidad de visitarla varias veces, y de retomar nuestras conversaciones de café, pasando un poco por encima de las circunstancias de su salud. En nuestro último encuentro, acordamos que le iría enviando fotografías de mi viaje inaplazable a Centroeuropa, para que sintiera como si me acompañase en la distancia. Ella viajó hacia la Luz mientras yo me encontraba a bordo de un tren, en algún lugar entre Ljubljana y Budapest. 

Ambdós encaputxats, davant de La Fenice, el març de 2013.

Et trobo a faltar, Clotilde. Quantes converses ens han quedat pendents! 
Ara em penedeixo -i molt- del temps que vàrem perdre amb aquell tema d’actualitat, tan desconcertant com estèril. 

Des de fa un any, em moro per contar-te que a Budapest, al costat d’on ens allotjàvem, em varen cridar l’atenció dos edificis bessons i simètrics, que emmarquen el final d’un carrer que creuàvem constantment, en les nostres anades i tornades. Al Palau del Parlament hongarès, en un plafó amb fotografies antigues de Budapest, l’Iztok em va assenyalar el peu d’una fotografia d’aquests edificis: s’anomenen «Palaus de Clotilde». Com si fos una coincidència «màgica» de les teves...

Klotild paloták, pel nom de la seva promotora, la Princesa i Arxiduquessa 
Clotilde de Saxònia-Coburg-Gotha.